Supremacía de la redacción
Empezaría por poner en duda la existencia de los idiomas nacionales, entendidos como realidades compactas e inamovibles. Apenas lo miramos de cerca, un idioma nacional se fragmenta en lenguas y dialectos que se subdividen a su vez en hablas locales. En cada caso, además del acento, vemos cambios en los nombres de los alimentos, de las prendas de vestir, de los utensilios domésticos, de los juegos y de las diversiones, todo lo cual dificulta la comunicación, pero también, si se quiere, la estimula. En este sentido, el llamado español global me parece una entelequia todavía mayor que los españoles nacionales. Ni siquiera la televisión, que ha sido siempre un potente factor de homogeneización lingüística, escapa a la ley de la proliferación incesante de localismos, modismos, jergas y demás usos puntuales y a menudo efímeros (y no por efímeros menos significativos) en los cuales se sustenta cualquier lengua viva.
El español global sólo puede existir en la escritura, como estilo literario. Su optimismo comunicativo sólo puede plasmarse de esa forma. De hecho, existe así. No es de sorprender, porque toda escritura representa cierta normalización del habla y conlleva su potencial globalización. Las revistas de las aerolíneas, para citar un caso, están redactadas en ese estilo global. Dije redactadas, no escritas. El verdadero problema lingüístico actual, en mi opinión, no es la globalización idiomática, sino la gradual supremacía de la redacción sobre la escritura, tanto en ámbitos frívolos como eruditos, un problema que habría que atacar desde la escuela. Mientras la escritura tiene su semilla en el uso oral del lenguaje, y de él se nutre, la redacción nace con una sordera crónica, desligada de los movimientos íntimos del habla, a la que sin embargo remeda groseramente, y de ahí su éxito y propagación inmensa, desde las revistas de avión hasta las académicas.
Los biólogos estamos acostumbrados a apoyarnos en metáforas lingüísticas, y ya es hora de devolver el favor. Como el lenguaje, la vida se propaga y se bifurca sin cesar en reinos, filos, clases, órdenes, familias, géneros, especies y razas formando una maraña inabarcable donde todo parece valer, desde la exuberante cola del pavo real hasta el ojo escueto del águila, que posee mecanismos para corregir las aberraciones de su lente que han inspirado a generaciones de ingenieros, y desde las cien neuronas contadas del gusano hasta la orgía de complejidad y enredo del cerebro humano, en una explosión de pluralidad ante la que dan ganas de tirar la toalla y descartar esta materia por incognoscible.
Pero, como la lingüística, la biología nació como ciencia y ha podido progresar gracias al reconocimiento de sus principios generales: que toda la vida está hecha de células que provienen por división de otras células; que a toda subyace el mismo metabolismo central, una red de compuestos y reacciones que, por otra parte, tiene tanto sentido como pueda tener un producto de la historia; que toda vida está basada en moléculas autorreplicantes que saben sacar copias de sí mismas y propagar así la información una generación tras otra de forma independiente de los caprichos de la existencia; y el principio más general: que nada tiene sentido sino a la luz de la evolución, y que entender algo equivale a entender su origen y los principios de su construcción. No voy a dirigirles a través de la metáfora —es seguro que ustedes ya lo habrán hecho a medida que leían—, pero sí ofreceré una coda: por mucho que nos guste reconocernos en nuestra irreproducible diversidad, siempre necesitaremos un español estándar para entendernos, y para que nos entiendan los estudiantes de español para extranjeros. Salgan del cascarón y hablen claro, que hay niños escuchando.
Articulo aparecido en la edición digital de El País,sección cultural.
http://cultura.elpais.com/cultura/2014/10/09/babelia/1412856501_684428.html